Dina Boluarte llegó al poder en diciembre de 2022, en medio de una tormenta política. Lo hizo como figura de reemplazo tras el intento fallido de autogolpe de Pedro Castillo. Sin base partidaria ni apoyo popular, su gobierno se sostuvo durante casi tres años a fuerza de pactos circunstanciales con sectores conservadores y de una represión que dejó una profunda huella en la sociedad peruana.
Este jueves por la noche, el Congreso de la República votó su destitución con 124 votos a favor y ninguno en contra, invocando la figura de “incapacidad moral permanente”. La decisión marcó el final de un mandato que combinó impopularidad, denuncias judiciales y una creciente sensación de vacío político.
Boluarte deja el poder con una aprobación del 3%, el registro más bajo de cualquier líder latinoamericano en la última década.
De incógnita a símbolo del desencanto
Natural de Apurímac y abogada de profesión, Boluarte irrumpió en la escena política nacional como vicepresidenta de Castillo, aunque nunca perteneció al núcleo duro del partido Perú Libre. Su llegada al Ejecutivo fue producto de la inercia institucional más que de un proyecto político propio.
Durante su gestión, intentó mantener un discurso de orden y estabilidad, pero terminó atrapada entre los intereses del Congreso y el descontento social. Las protestas que siguieron a su ascenso fueron respondidas con una violencia inédita: más de 50 muertos, centenares de heridos y una fractura profunda entre Lima y las regiones del sur andino.
Con el paso de los meses, su figura se transformó en sinónimo de desgaste. El desinterés por los problemas cotidianos y su relación distante con la ciudadanía consolidaron la imagen de una mandataria ajena a la realidad del país.
Corrupción, cirugías y joyas de lujo
A la crisis política se sumaron los escándalos personales. La Fiscalía General abrió investigaciones contra Boluarte por presunto enriquecimiento ilícito y por su papel en la represión de las protestas. El llamado “Rolexgate” —la exhibición de relojes de lujo no declarados— se convirtió en un símbolo de la desconexión entre el poder y la calle.
También fue señalada por haberse sometido en secreto a varias cirugías estéticas mientras ejercía funciones oficiales, sin informar al Congreso ni delegar temporalmente su cargo.
Su entorno político enfrentó denuncias por presunta complicidad con la entonces fiscal general Patricia Benavides, acusada de liderar una red de corrupción.
Aunque el Tribunal Constitucional había suspendido las causas en su contra hasta 2026, la destitución levanta ahora esa inmunidad y podría reactivar los procesos judiciales.
Un ciclo que no termina
El reemplazo de Boluarte, José Jerí, asumirá la presidencia con el desafío de gobernar un país exhausto, atravesado por la violencia del crimen organizado, la crisis económica y la desconfianza institucional.
Desde 2018, Perú ha tenido seis presidentes, todos destituidos o acorralados por escándalos. La caída de Boluarte no solo refleja el final de un mandato, sino la continuidad de un patrón: gobiernos débiles, congresos fragmentados y una ciudadanía que desconfía de toda su clase política.
En las calles de Lima, la noticia de su salida fue recibida con alivio más que con sorpresa. Para muchos peruanos, la destitución no representa un cambio de rumbo, sino una pausa más en un ciclo de crisis que parece no tener fin.